Jorge Suárez Armillei, un habitual colaborador del blog, nos envía un cuento de su autoría, para despertar nuestra imaginación de ver nada menos que a Diego Maradona con la camiseta de nuestro querido Talleres...en dos entregas más, lo estaremos completando .
Le agradecemos muchísimo a Jorge, quien nos dice ...
" Les envío el cuento de Diego,ya que se nos viene el 11/06 y creo yo que sería un buen homenaje. Te comento que por este cuento Víctor Hugo Morales hizo el prólogo de mi primer libro de cuentos "De Volea y al Angulo" ,de Editorial Dunken y también se encuentra en la versión corregida y aumentada de "Viaje al centro del fútbol ", que editó la Editorial De los Cuatro Vientos , a instancias de la Fundación PUPI para el proyecto Libros Solidarios Abrazo albirrojo. "
¡ Ma´ sí, dale para adelante!!!!
Ya se sabrá porque abre los ojos ante la pregunta deseada por él, a esa edad, y porque emana esa candidez que estremece. Mientras la fascinación de su mirada deja traslucir para sí, imágenes tras imágenes: entonces ve que el Negro le da el pase (es el Negro, pero se parece a otro).
Ve, que es uno más entre tantos pases que ha recibido en un partido de fútbol. Pero hay en él y en el pase, un momento fijado, detenido, apenas unos instantes de sosiego, de concentración en medio de aquel vértigo (aún estático) que se le va apareciendo.
Es un partido que no se parece a los encuentros que él ya ha jugado. Y él es él (pero también está cambiado).
Ya se sabrá porque abre los ojos ante la pregunta deseada por él, a esa edad, y porque emana esa candidez que estremece. Mientras la fascinación de su mirada deja traslucir para sí, imágenes tras imágenes: entonces ve que el Negro le da el pase (es el Negro, pero se parece a otro).
Ve, que es uno más entre tantos pases que ha recibido en un partido de fútbol. Pero hay en él y en el pase, un momento fijado, detenido, apenas unos instantes de sosiego, de concentración en medio de aquel vértigo (aún estático) que se le va apareciendo.
Es un partido que no se parece a los encuentros que él ya ha jugado. Y él es él (pero también está cambiado).
Y la pelota no le llega. Es raro porque aquella bola tarda más de lo común. Y el pase del Negro viene limpito. Claro, él lo mira extrañado como si se estuviera demorado en un espacio, en un vacío que lo hiciera más denso y más lento, y a pesar de todo percibe que ese balón viene cortando el aire bochornoso de la tarde. Siente (piensa) que es una pelota dada como quien da un apretón de manos o una caricia o un suceso o una señal, que él aún no puede entrever.
“¿Pero por qué se me aparece esta jugada casi inmóvil en medio de un día de calor insoportable?”, se pregunta.
Como un chicotazo escucha el zumbido de las chicharras. Le surgen los picados en la siesta, con el verano a pleno, casi a la vera del Riachuelo. Y ése otro calor (el de la jugada inmóvil), le parece trivial. Es una banalidad al lado de aquel calor que le sobreviene imprevistamente.
“¡Sí, aquellos picados!”, evoca para sí, mirando al infinito.
Eran a las dos de la tarde. En un páramo casi a la vera de las vías del tren. Con la transpiración y la tierra ajustadas al cuerpo, curtido de intemperies, como una indumentaria deportiva hecha a medida. Protectora. O aquello que habían inventado, junto a otros chicos, con el Negro y el Beto, de jugar a oscuras cuando la niebla de la quema y la noche lo iban invadiendo todo, con ese hedor traído por el viento norte. Y él y sus amigos se divertían igual. Porque era gracioso adivinar en la penumbra a la pelota que se iba trasformado en una masa imprecisa, confusa. Y jugaban a ventearla, como la intuían, aquellos chicos desarrapados y mugrientos en medio de la alegría de un inmenso descampado suburbano. A oscuras. Porque jugar a tientas al fútbol tenía el sabor de lo indeterminado, de lo desconocido, de lo imprevisible como si algún director técnico inmaterial los estuviera entrenando, y les indicara qué hacer en la invisibilidad de la sombras. Se acostumbraron a jugar y a adivinar el camino secreto de la pelota, como si fueran a predecir las ondulaciones del tiempo o del juego. Chicos haciéndose a pura intuición, chicos encantadores del movimiento y de los pases que serían como pequeños presagios del destino; tal cual lo que le sucede a él, ahora, en ese hueco del tiempo, y en la fijeza de la tarde, con ese pase que espera del Negro, antes de responder al reportaje... Y le vuelve el olor lejano de la quema, que no lo deja salirse de una realidad a la cual no quería acceder hasta entender que significaba la visión de ese partido extraño. Porque él quiere evadirse de la niebla y de la quema que lo va invadiendo. Y regresar de esta manera a la jugada inmóvil.
“No me acuerdo de haber jugado nunca este partido ¿Y de quién será esa mirada fija que siento mientras viene el pase del Negro?”, se vuelve a preguntar.
Sí, porque hay allí una mirada, como una obstinación o un embobamiento. Él presiente que son muchos ojos que lo intimidan, que lo observan, como quien percibe a una posibilidad. Lo miran, como quien mira a una presunción o a una liberación, que él le dará a esos ojos (que sospecha) llenos de asombro.
“¿Se asombrarían porque alguien juegue? No puede ser... Sí, tal vez será demasiado para ese montón de ojos que me miran”, se dice en una respuesta que lo sorprende.
Pero él, a eso, no lo puede comprender, y menos a esa edad.
Trata de volver. De volver a la pelota del pase del Negro, y sacarse de esta manera la mirada de encima.
“Éste es el momento”, se dice.
Pero la pelota no le llega todavía en aquel día soporífero de calor e irresistible de luz. Se percibe perplejo. Porque al no llegarle la pelota aún a sus pies, aquel hecho lo incomoda, lo hace sentirse un poco desnudo. Desnudo ante ese mundo de ojos que lo sigue mirando, y aquello le da un poco de rubor y de pudor.
- Pero ya va llegar esa pelota mansita a mi zurda, como siempre, - musita para sí - y ahí, sí, todos estos ojos y el mundo se borrarán, y serán apenas un recuerdo.
Ese espacio en el tiempo aletargado, donde él se ve junto a la pelota, se le va pareciendo a un presagio, que no sabe si es bueno o malo. Pero lo que él sabía, sin dudar, era que el BARBA (como le dice entrañablemente a JESÚS) siempre estuvo junto a él. Nunca lo había abandonado. Era como si él hubiera tenido un diálogo infinito con ÉL (con mayúsculas). Un diálogo íntimo, privadísimo, interior. Porque él siente que el BARBA soplaba su hálito para que él jugara, se divirtiera, y grabara gambetas como sellos futboleros o una marca, que se iría convirtiendo en la de él, y que quedará en la memoria de multitudes increíbles, soñadas, desconocidas. Sí, el BARBA, le daría el valor suficiente para enfrentarse sólo a un estadio abarrotado de espectadores, más de cincuenta mil almas mirándolo obnubilados. Es ese valor que le dará ÉL (otra vez con mayúsculas), y las plegarias de su MAMI (también con mayúsculas) que le infundirán el impulso definitivo, el hálito que él necesitará para enfrentarse al destino. Él jamás se olvidará cuando todo aquel estadio lo aplaudirá y le gritará: que él, se quede, y que los profesionales, esperen. Cuarenta, cincuenta mil hinchas hipnotizados cuando él hará un jueguito como un conjuro. En un campo deshabitado todo para él y su figura diminuta, que se agiganta, ocupando el centro del campo verde. Miles apretados en las tribunas, embelesados, mirándolo. Metidos en un juego incesante para que la pelota o el mundo (no lo sabía bien), no tocaran el suelo.
“Sí, ahora caigo, - reflexiona - eso es lo que verían, o creerían ver cuando hago jueguito, es como si la pelota se fuese pareciendo al mundo, que flotaría por el aire, sin tocar el suelo o la realidad ¡Y claro! Cómo los hinchas no irían a olvidarse de todo y de todos, hasta de ellos mismos”, se dice maravillado
Pero no es solamente aquello, que por cierto es bastante, lo que él va haciendo: él va creando, desde su inocencia, otra realidad (que desborda). Una realidad jamás vista o jamás pensada en una cancha de fútbol, comunicada como un continuo e incesante brotar de símbolos futboleros: bicicletas, taquitos, sombreros, caños, voleas, chilenas, rabonas y palomitas. En definitiva, un sin fin único de creaciones simultaneas como un código secreto que él desplegaría a la vista de todos, que los hinchas y los otros jugadores siempre habían intuido en una cancha. O tal vez era un nuevo idioma hecho de jugadas que se irían nombrando con su propio nombre, el nombre de él. Resumiendo el viejo lenguaje del fútbol en un sólo lugar, en un solo chico, en un solo tiempo para volver a expandirlo, renovado, y hacerlo aún más secreto a la vista de todos y... Las multitudes flotando con la pelota, suspendida, botando con las caricias de su pie izquierdo. Eso sentirían las multitudes, la suspensión de un tiempo que sería como estar liberados de la presión de la realidad o de la atmósfera o... Parecía muy loco todo, sería cómo un acariciar a cuarenta mil personas cada vez que él tocara la pelota o que ellas se sintieran acariciadas. Algo así debía ocurrir. Algo de aquello debería manifestarse en las sensaciones pero para él, siempre todo, era mucho más.
¿Por qué aquella idea no sería un principio de descubrirse y descubrir lo que les pasaría a los otros con él, cuándo lo veían jugar? ¿Aquella afirmación futbolera de un chico haciendo jueguito en medio de una cancha no debería ser una señal más del BARBA, qué siempre lo estaba sorprendiendo?.
“Es como si me hubieran tirado una especie de pase o centro celestial que yo paré con el pecho, justo del lado del corazón, y todo esto me pasa a mí, que tengo un solo pantalón Oxford de corderoy turquesa para todo el año, un único par de zapatos con plataformas, un rancho en el sur, sin muchas pretensiones y sin grandes palabras. Sólo lo que estoy por decir ante esta cámara de televisión, cuando se me aparece ese partido extraño, y veo al pase del Negro, que no me llega”, se dice como repasando mentalmente todo antes de responder.
Pero él es, en ese momento, uno más entre millones en Buenos Aires; y nadie le va a creer lo que le pasa, como tampoco nadie podía creer lo que él iba haciendo en una canchita de fútbol. Porque de todo aquello, lo increíble, lo inverosímil eran las realidades que se iban transformando lenta e inexorablemente en irrealidades, para un chico como era él. Y él se sentía el fútbol, y eso lo hacía trascender en campeonatos de barrio o los Evita, picaditos entre amigos, jugando con una papa, un pedazo de trapo, un bollo de papel, una goma, una botella o un cascote o jugaría con todo lo que había en el mundo que se pareciera a algo esférico o que él mismo, en persona, transformaría en esfera. Sí, tal vez sería eso. Él podía, en su alquimia increíble, transformar todo en algo redondo, creando de esta manera un mundo. Todo estaba teñido de aquel hálito que él intuía, y que cada día agradecía, en secreto, al BARBA (y que otra explicación podría darse para sí mismo, sino esa, y, además, era lo único que necesitaba).
“Tengo tiempo todavía, tengo el tiempo necesario para ir pensando en todo esto”, se dice para sí.
Ahora, recién ahora, que esta pelota tarda más que cualquier otra, se da cuenta de que él siempre estuvo en otro tiempo, que él vive enteramente en una dimensión infantil del tiempo o del juego. Él, mide el tiempo según las posibilidades infinitas del fútbol, como pulsaciones o gambetas. Sí, el tiempo está medido por su fantaseo incesante de crear, y de ver jugadas continuas y sucesivas. Mientras hace otra cosa o los deberes, los mandados o arma barriletes con su amigo el Negro... e implacablemente jugar al fútbol, y a él esa inmersión en otro tiempo, le posibilita tener una dimensión del fútbol y del mundo, impensadas. Como si él pudiera adelantarse a los pensamientos y a las condiciones físicas de sus oponentes en el juego, como un adivino de los movimientos, y dibujara otros, otros movimientos impensados en un tiempo doble o triple: el de todos, el de él, y el del BARBA, o vaya uno a saber qué. DIOS, infinitamente, lo ha provisto de ese brillo en los ojos que obnubila, candidez digna de ser llevada al estremecimiento, y es la que ahora exhala con su mirada antes de responder a la pregunta del periodista, que se le había aparecido, así, de improviso después de un partido. Sorprendiéndolo. Y la cámara.
Pero lo que más lo fortalecía a él, era esa sensación de ser invulnerable, casi impune con la pelota en sus pies, con su presencia en una pasión irresistible, abrasadora, en un campo de juego. Con su estampa inconfundible de contorciones que emanaban ese magnetismo innato ante el fútbol, que lo buscaba a él: cuantas veces se quedó pensando, de cara al cielo, con un pastito en la boca, repasando jugadas, y no entendiendo cómo la pelota lo buscaba con esa lealtad de mascota, de sombra o de satélite. No había tiempo. El tiempo para él estaba reñido al de un pensamiento común, como el de ese mundo de ojos que lo sigue mirando; piensa (siente) que son millones mirándolo, que siempre fue uno más dentro de esos millones de millones, y que ahora todos aquellos boquiabiertos no le sacan lo ojos de encima, mientras espera el pase del Negro. De repente quiso borrar esa visión apabullante. Pero él se ríe de todo eso, (que mejor respuesta que ésa, podía dar) y a ahí mismo saca la lengua, como una proa, o su mejor morisqueta de pibe marginal de un barrio del sur del Gran Buenos Aires, y se acuerda del Puente Alsina que sobre él había ejercido tanta fascinación.
“¡Pero qué tiene que hacer Puente Alsina acá en medio de este partido detenido!”, exclama . ( continuará)
Fuente de Datos del libro“Yo Soy El Diego” (de la Gente), Editroial Planeta.
Cuento del libro De volea y al ángulo. Año 2005.
A Diego Armando Maradona (el Pelusa) y a todos los hinchas del fútbol, en especial a los argentinos.
A Víctor Hugo Morales y a su Barrilete Cósmico.
A Cortázar y a su Perseguidor.
Cuento del libro De volea y al ángulo. Año 2005.
A Diego Armando Maradona (el Pelusa) y a todos los hinchas del fútbol, en especial a los argentinos.
A Víctor Hugo Morales y a su Barrilete Cósmico.
A Cortázar y a su Perseguidor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario