El Puente era una acceso a otro mundo: cuando él lo cruzaba con su bolsito azul marinero, y sus mismos y únicos pantalones de corderoy en pleno verano. Mientras su par de ojos miraban al Riachuelo como quien mira una frontera que debía cruzar. Acordarse justo ahora en medio de este partido de Puente Alsina, era como para volverse loco, pero retoma de volea esa sensación que le daba el cruce del Puente: era de aventura, era de lucha por un lugar en la tierra, por ser él (que ya era), era una posibilidad de gloria con su amada (la pelota) deseada en mil sueños, en mil noches, después del picadito en el descanso, mirando las estrellas inconmensurables junto a sus amigos el Negro, el Beto y los otros atorrantes que soñaban despiertos. Todos esperando que cayera una estrella fugaz, y ahí sí pedir un deseo: justamente jugar el partido que él está jugando en esa detención del tiempo. Y el calor que lo gana con bocanadas exasperantes, devolviéndolo violentamente a aquella realidad, que ahora es una circunstancia cierta y palpable.
Como el asomo, inesperado, del gusto y del aroma inconfundibles de aquella única porción de pizza paladeada entre él y sus amigos. Manjar perdido y restituido una y otra vez, sublime, que le daba el límite con la pobreza. Sí, y la evocación de aquella exquisitez degustada en un único mordiscón por cada uno de sus amigos, que él lo asemejaba al reencuentro con el misterio de Puente Alsina.
¡Cuántas cosas que le iban pasando simultaneas! Pero la realidad era que él sólo entendía a su mundo. Un mundo que siempre estuvo en su cuerpo y que lo había llevado a sus pies, a la armoniosa aurora que emitía su estampa petisa, retacona: fuera de todo molde, de todo arquetipo, de todo estereotipo y... “Enano”, le habían dicho, “éste es un enano” (porque no le creían la edad que tenía para jugar al fútbol); y él se reía de los que le decían aquello, y qué otra cosa podía hacer.
“¡Sí supieran todo lo que tengo en el corazón, y en todo lo que soy!”, se dice para sí.
Y en ese momento se acordó del Bocha, y no supo por qué. Aquel jugador que lo había cautivado desde su ignota cabecita de nene en una tribuna, gigante, en esos partidos de la Copa Libertadores de América; y no le alcanzaban los ojos para mirar al estadio iluminado como embadurnado con esa pátina de misterio nocturno, que a él tanto le gustaba y que le parecía asistir a un acto histórico ineludible, legendario. Partidos que iban a quedar en la memoria de él mismo y de los hinchas, que era lo más importante después de todo.
El Bocha lo gana con su fisonomía tan particular, chaplinesca, y con su forma de andar como pisando huevos, con sus amagues de prestidigitador, y que él ahora reflexiona, cuánto aprendió de aquel jugador, que en ese mismo partido (el de la jugada del pase del Negro) presiente que mismísimo Bocha forma parte de su propio equipo, algo que no puede entender, pero que le parece tan real.
¡Pero cómo tarda la pelota, que ya tendría que estar acá, la veo venir pero hay algo que la demora. ¿Seré yo?”, piensa.
Ahora, la pelota se va abriendo paso entre el calor y lo inexplicable de su lentitud, y él, ya está por pararla y darse vuelta. Intuye que cuando tomara contacto con aquella bola, y cuando se diese vuelta con el balón dominado en el pie zurdo, no habría retorno: “¿pero retorno a qué?”, se pregunta.
Entretanto el fragor del partido comienza a acelerarse, y va tomando el ritmo normal de todos los partidos. Él va a buscar la pelota para armar la jugada, y siente la insistencia de ese mundo que lo mira, pero el mundo que él tiene es la pelota. Porque él y la pelota han sido una realidad que se parecían a una ficción, a un ensamblaje del destino que ha adquirido, pero que jamás se había preguntado por aquel misterio que lo iba rodeando, desde que él era, precisamente él: un chico de barrio que jugaba al fútbol. Nunca supo por qué le había tocado aquella condición, aquel destino, aquel avatar, todo le sucedía porque le sucedía, sin más. Siempre lo habían visto como algo fuera de la realidad, pero, a la vez, eran tan real, que a veces lo subestimaban, porque él ya se iba transformando en una asombro cotidiano. Era indiscutido que él no podía despegarse de sí mismo para entender por qué, de última y de primera, él era él, y nadie le podía decir lo contrario.
Ahora, que le llegó el pase del Negro, esta girando sobre su mundo o sobre la pelota que para él es lo mismo. El mundo a sus pies ante el otro mundo de ojos que lo sigue mirando: atónito. Tiene que encarar, como lo ha hecho siempre, sin arrugar, con la valentía que le han infundido tantas partidos o batallas, cuando salían a pegarle o a admirarlo o ambas cosas. A veces, no sabía bien si los contrarios no tenían los dos sentimientos contradictorios sobre él, que lo único que quería hacer en la vida era jugar. Claro, el mundo no podía entender que todo para él sería un juego, a veces se tornaría algo intolerable para ese mundo, y el mundo se enojaría o no, con él, si él jugaba con el mundo. Muchos lo entenderían y lo seguirían hasta el infinito, que para él era esa amalgama de fútbol cotidiano, de fútbol a toda hora, del rugir de las multitudes imaginarias o de los pibes jugando en una canchita perdida en cualquier lugar del planeta. Un mundo que pocos entendían. Sí, fue necesario nacer en un arrabal, porque así entenderían que desde allí saldría la esencia del fútbol, como una luz nueva que no se apagaría jamás. ¿No se apagaría jamás?. No, no se apagaría. Porque él veía, como un niño, qué lo único que quería era jugar desesperada y tranquilamente al fútbol, y decirle al mundo: qué eso era infinitamente más transformador que todas las teorías y los poderes inventados para justificar al propio mundo. Sí, aquel mundo lo vendría a buscar o ya lo había buscado, y también lo tendría que gambetear, como siempre, encarándolo.
Ahora, ya está cruzando la mitad de la cancha, él viene a buscar la pelota muy atrás. A él le gustaba arrancar desde el fondo, desde la función de un zaguero central o tal vez de un centro half: “desde atrás de la cancha uno siempre tiene mucho más panorama”, siempre lo ha dicho.
Sí, a él le habría gustado ser defensor central porque desde allí podía ver todo el campo, como una inmensa llanura o un mar (jamás visto) que se le abría inconmensurable. Era tener una sensación mayor de libertad, como para poder avanzar con más panorama, con mayor visión. Y sobre todo inventar aperturas de jugadas, una sucesión de movimientos tácticos, como si fuera un gran ajedrez humano, que él manejaría a su antojo o, tal vez no, una jugada que hilvanaría hecha a pura presunción con otros chicos o muchachos. Claro, el fútbol tenía mucho de racional pero a él le gustaba la imprevisión, toda la sorpresa, toda la intuición, como jugar al fútbol en medio de la noche tal cual lo había hecho en su barrio, allá, en el sur del Gran Buenos Aires, cerca del Camino Negro. Sí, el Camino Negro se le aparece imprevistamente, el Camino... tiene un horizonte que todavía posee mucho de pampa, de ilimitado, de una sensación de libertad que crecía en su cabecita de nene cuando miraba aquel espectáculo que lo abrumaba. Tener todo la cancha o el campo o la pampa para jugar, para liberarse de ese mundo (que lo sigue mirando embobado), y de sus limitaciones, de sus opresiones, del frío y del calor dominando la casa del sur suburbano. Un rancho digno de chapas que se goteaba con la condensación o cuando llovía; y le sobrevenía el escalofrío de dormir mojado, sintiendo que el calor del cuerpo se concentraba esperando al amanecer para tomar un mate cocido caliente. Y escuchaba el sonido en la madrugada: una débil luz que rondaba la cocina a tientas para no hacer ruido, y no despertarlo a él y a sus hermanos. Y la lluvia y el frío asediando... Mientras su padre, en un silencio reverencial, salía rumbo a la fábrica en el mundo quieto de la madrugada. Él jamás había entendido como alguien podía habituarse a vivir levantándose a esa hora, y después tener buen humor o no tenerlo, y que le volara una cachetada. Pero él lo entendía al Papi, sabía de su sacrificio y somnolencia casi perpetua. Cuando todo cesaba, y el Papi ya se alejaba con el último sonido de la puerta de calle, él rezaba por aquel que era engullido por la madrugada, donde todo tenía el sentido de la niebla del Riachuelo o de la lluvia o el olor de la quema o del rocío que hacían resbaladizas las calles de barro. Y un disparo lejano y seco rayaría el alba, y el miedo que le sobrevendría con el silencio o con los gritos. Y él se dormiría pensando y rezando, en que todo saldría bien. Y a la siesta volverían a estar juntos con el Papi. Mientras la vida tendría ese nuevo regusto diario de la familia y del fútbol jugado sin límites, desaforada y alegremente sin límites. Y la tarde vendría con el magnetismo cotidiano del potrero, volvería a tener, como siempre, esa sensación inaudita de encontrarse con la pelota, y con los mismos gestos que armarían un ritual infinito del pan y queso. Y a él, lo elegirían primero para formar el equipo. Y él, desganadamente, con un poco de vergüenza, diría que sí, y que tal vez ya lo llamarían por el apellido como un signo de respeto o de admiración o de algo que él no comprendía pero que comenzaba a hacerse evidente ante una realidad inocultable, que él empezaba a tener para los otros: un espacio, una imagen, como una rúbrica, tenía un apellido que empezaba a recorrer las bocas, los gestos de admiración de propios y extraños, y lo nombrarían como quien nombra a un alguien. Sí, él empezaba a sentirse un alguien en medio de su infancia y de un mundo que no comprendía, ¿él con 10, 11, 12, 15 o cuantos años, una personalidad, un alguien? Pero él se reía, a escondidas (tapándose la boca con la mano ahuecada) de todo aquello, porque justamente para sí: él ya era un alguien al margen del mundo y de todos, pues todos somos un alguien le había enseñado el BARBA, y, esto sí, que lo haría trascender aún más que el propio fútbol. Y él se reía a escondidas hasta llorar, y quedarse sin aire.
- El tiempo no existe para mí,- musita - por lo menos cuando juego al fútbol, como existe para toda esta gente, que ahora me mira.
Sí, él inocente, desesperadamente inocente y con una autoridad que ya parecía excederlo en las situaciones que protagonizaba.
No, todo era un invento de sus sueños infantiles, todo aquello tenía algo de inexplicable, de incomprensible, y se le mezclaban aquellos otros medios días pasados, con ese sol intolerable y cenital de la visión del partido detenido que tenía mucho de insólito, y al que él ya se iba acostumbrado. Porque para él no había nada de ajeno, de insólito o de extraño en una cancha, y eso que había ido a muchas, y todas las que aún le faltaban. Pero un reflejo de luz lo devolvió a la lentitud del mediodía; y la pelota venía sencillamente a posarse en él con una mansedumbre incalculable, con algo de paloma, que el hecho de verla así, lo estremeció. Sintió (pensó) que aquel nuevo encuentro no sería el mismo que él de antes. Tenía todo: era el acceso o la apertura a una nueva dimensión futbolera. Era como un acto inaugural que abriría infinitas puertas; y él se pregunta, si podría asimilar aquella presunción y comprender a esas puertas entreabiertas que, desde allí en más, tendría que cruzar, como si fuera un laberinto de imágenes o de espejos que reflejarían su propia figura; y esas imágenes serían proyectadas en las ahora millones de millones de pupilas, que lo seguían mirando. Dejó que todo aquello discurriera lentamente, que se fuera diluyendo en el sopor de la tarde, y trata volver al partido para jugarlo de una buena vez; y todo volvía estar en un paréntesis del tiempo, que él ahora entendía o no, o no le importaría entenderlo. La cuestión era que estaba en el baile, y había que bailar hasta con la mas fea, como siempre le había dicho el Papi, pero había que bailar. Él no rehuiría jamás un enfrentamiento, una guapeada, una audacia, le gustaba la temeridad por el sólo hecho de que él sabía quién era él. Era esa seguridad cándida e inaudita que transmitía, y que él no podía ni quería dominar. Como ahora que está por responder la pregunta ante el ojo de la cámara que lo mira, impávido, y ahí entiende que todo está por comenzar. Ya con la pelota dominada encara, casi con displicencia, a los dos adversarios que lo salen a marcar casi en el medio de la cancha. Cuando él gira sobre su propio eje como un trompo, como despegándose de la inmovilidad o del letargo de aquel medio día. Pero ese eje es su propia pierna zurda, qué él mira. La mira con el asombro de quien no reconoce su propia pierna, y la había visto tantas veces, obvio que era su propia pierna, ésa que lo ha acompañado desde siempre, desde que jugaba en pata en el campito de atrás de la casa y que un día, ahora se acuerda, justo cuando estrenaba las zapatillas Pampero una espina se la había agujereado, y la Mami casi lo mata... ( continuará)..
Fuente de Datos del libro“Yo Soy El Diego” (de la Gente), Editroial Planeta.
Cuento del libro De volea y al ángulo. Año 2005.
A Diego Armando Maradona (el Pelusa) y a todos los hinchas del fútbol, en especial a los argentinos.
A Víctor Hugo Morales y a su Barrilete Cósmico.
A Cortázar y a su Perseguidor.
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